Cuentan que cierto padre tenía dos hijos, quienes en una ocasión regresaron a su casa borrachos a las dos de la mañana. El padre los esperó levantado y les entregó una pistola a cada uno.
La sorpresa les devolvió el sentido y preguntaron a su padre por qué hacía esto, a lo que contestó:
En muchas ocasiones nuestras actitudes, palabras y actos pueden estar destruyendo a las personas que amamos.
No necesitamos ejercer fuerza o violencia sobre otros para lastimarlos, las peores heridas son aquellas que dejan las palabras ofensivas, la indiferencia y hasta el resentimiento que guardamos por cosas que no valen la pena recordar ni dales el lugar de privilegio que tienen en nuestras vidas.
Los familiares y amigos de aquellos que son víctimas de algún vicio quizás son los que mejor pueden describir cómo el problema de su ser querido los va acabando poco a poco. El encierro que viven al ser dependientes del alcohol, drogas, tabaco, juego, pornografía, etc. no sólo destruye a la persona que ha caído en ese vicio, sino a quienes lo aman.
Y lo mismo sucede cuando guardamos rencor u odiamos a alguien, quizás de forma más sutil pero con las mismas consecuencias. En 1 Juan 3:15 dice:
“Todo el que odia a un hermano, en el fondo de su corazón es un asesino, y ustedes saben que ningún asesino tiene la vida eterna en él”. (NTV)
No se necesitan armas para dañar a las personas, podemos ir matándolas poco a poco. ¿Estás resentido con alguien? ¿Has estado actuando erróneamente? ¿Cómo son tus palabras y actitudes con las personas que te rodean? ¿Cómo tratas a tus hijos? ¿Respetas a tus padres?
Si tus palabras, actitudes y hechos no han estado ayudando ni edificando a quienes te rodean, reconsidéralas y busca cambiarlas, no destruyas a quienes te aman.
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