Dardwin era un muchachito que vivía en la región montañosa de Escocia. Era muy flaco y debilucho, sus piernas eran delgadas como las de un ciervo, tenía los ojos casi escondidos tras sus pómulos y ya no le parecía gracioso que su mamá cuente el número de sus costillas cada vez que se sacaba la camisa. Su padre era un herrero con grandes habilidades en el manejo del metal y, a diferencia de su hijo, tenía una voz firme y brazos gruesos, sus rojizos cabellos y su mirada penetrante le daban el aspecto de ser un hombre riguroso, pero la verdad es que amaba mucho a su familia y sobre todo a su hijo. Un día la mamá de Dardwin lo envió a recoger agua del río y algunos frutos silvestres del bosque, con la intención motivarlo a hacer actividades que lo ayudaran a vencer sus miedos: primero fue por el agua y luego se adentró al bosque por los frutos, pero unos cuervos salieron de entre los arbustos y le hirieron en la cabeza, dejándolo sin más remedio que soltar todo lo que llevaba en las manos para cubrirse y salir corriendo. Llegó a casa y les contó a sus padres lo que había ocurrido. Pero más allá de las heridas que tenía, notaron que sus miedos e inseguridades habían aumentado. Esto no se podía quedar así, pensó su papá; entonces fue de inmediato a trabajar a su taller sin parar hasta altas horas de la noche. Al día siguiente, al despertar, Dardwin vio un yelmo junto a su cama. Era hermoso y brillante, pero lo mejor era que estaba hecho justo a su medida y tenía su nombre grabado en el interior. De inmediato se lo puso y modeló por su habitación, viéndose en el espejo se sentía poderoso y capaz de derrotar a cuanto enemigo se le acercara. Bajó a desayunar y le dio gracias a su padre dándole un abrazo. Casi a medio día su madre le pidió que fuera al río a recoger agua y al bosque por frutos silvestres. Dardwin simplemente asintió con la cabeza, tomó un balde, una cesta y cuando estaba a punto de salir por la puerta, su madre le preguntó si no olvidaba nada mientras sostenía su yelmo. El muchacho se lo puso al instante y se fue marchando como un soldado enviado a la guerra. Sacó agua del río y al adentrarse en el bosque, los cuervos volvieron a atacarlo. Dardwin escuchaba los picotazos pero ya no le causaban daños, se sacudía y los cuervos se alejaban por un momento y, aunque volvían a atacarlo, él ya no tenía miedo porque estaba protegido. Recogió todo lo que pudo y salió corriendo. Casi podía escuchar trompetas y tambores de guerra entonando himnos triunfales por su hazaña, su mente no paraba de imaginar proezas bélicas mientras agitaba una rama en el aire. Regresó a casa con la autoestima renovada y feliz de haber cumplido con su deber. Desde ese día Dardwin siempre se ponía su yelmo para salir y poco a poco, ese chiquillo debilucho e inseguro cambió físicamente, sus temores se habían extinguido y se volvió más fuerte. Esta es la historia de un muchacho, pero podría ser la de un hombre mayor, la de una mujer o la de cualquier persona que parece no tener fuerzas para nada porque se ha convencido de ser débil. Pero el yelmo de la Salvación del que habla Efesios 6:17, nos permite proteger nuestra mente, lugar donde almacenamos todas las promesas y mandamientos de Dios. Cuando intentamos movernos en una dirección, los cuervos atacan con sus filudos picos sobre nuestra cabeza: Las palabras hirientes llegan y las noticias malas se presentan y, por si eso no fuera poco, nuestra propia naturaleza caída nos tiene convencidos de una aparente inferioridad. Pero al protegernos con el yelmo de la Salvación, nuestra mente está resguardada de todo pensamiento que quiera alejarnos de Dios. Recuerda que el Sacrificio de Jesús nos ha dado Salvación, esa es la prueba máxima de Su amor hacia nosotros. “Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo.” 1 Tesalonicenses 5:8 Versión Reina-Valera 1960 Nunca dejes de ponerte el yelmo de la Salvación.
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